La experiencia de Nueva Zelanda es uno de los numerosos ejemplos en los que el socialismo causó la ruina que luego arregló el capitalismo.
Para producir tanto bienes materiales como satisfacción personal, la libertad marca toda la diferencia del mundo. Un país que lo ha demostrado convincentemente en los últimos 40 años es Nueva Zelanda. Es un modelo del que las naciones de todo el mundo pueden aprender mucho.
Situada en el sur del Pacífico, a medio camino entre el ecuador y el Polo Sur, Nueva Zelanda es dos tercios del tamaño de California. Sus 5,1 millones de habitantes viven en dos islas principales y en otras más pequeñas. Por mis múltiples visitas, puedo afirmar con seguridad que se encuentra entre los destinos más diversos y bellos del mundo desde el punto de vista geológico.
En 1950, Nueva Zelanda era uno de los diez países más ricos del planeta, con una economía relativamente libre y una fuerte seguridad para las empresa y propiedad. Luego, bajo la creciente influencia de las ideas del Estado de bienestar social que florecían en Gran Bretaña, Estados Unidos y la mayor parte del mundo occidental, el país dio un fuerte giro hacia el control gubernamental de la vida económica.
Las dos décadas siguientes produjeron una cosecha de engrandecido gobierno y estancamiento. Los neozelandeses se encontraron con aranceles exorbitantes, regulaciones tortuosas, subsidios agrícolas masivos, una enorme deuda pública, déficits presupuestarios crónicos, inflación creciente, costosas luchas laborales, un tipo impositivo marginal máximo del 66 % y un sistema de bienestar social bañado en oro y que ahoga los incentivos.
El gobierno central estableció en esos años sus propios monopolios en los negocios del ferrocarril, las telecomunicaciones y la energía eléctrica. Lo único que creció durante el periodo de 1975 a 1983 fue el desempleo, los impuestos y el gasto público. Este fue el «socialismo democrático» que Bernie Sanders admira, pero que los neozelandeses acabaron comprendiendo que era una calamidad nacional.
Con una lista interminable de programas gubernamentales fracasados y la ruina económica mirándolos a la cara, los líderes del país se embarcaron en 1984 en uno de los programas de liberalización económica más completos, jamás emprendidos en una nación desarrollada. Los dos héroes más responsables de esta reorientación radical fueron Roger Douglas y Ruth Richardson, una historia contada por Bill Frezza en este vídeo.
Otro héroe de la época fue el economista Roger Kerr. Su hijo Nicholas vive en Dallas, Texas, y es profesor adjunto del Lone Star Policy Institute. Nicholas pronunció un fascinante discurso en enero de 2020 en el que explicaba el papel fundamental de su padre para salvar a Nueva Zelanda del socialismo. Señala que entre el laberinto de regulaciones estúpidas que impusieron los socialistas, «necesitabas una receta de tu médico si querías margarina».
En otro documental, narrado por el autor sueco Johan Norberg, se explica maravillosamente la transformación de Nueva Zelanda. También hace una buena descripción de la pesadilla socialista que impulsó las reformas de libre mercado. Debería ser video obligatorio en cualquier curso de «desarrollo económico».
Todas las subvenciones agrícolas se acabaron en seis meses. Los aranceles se redujeron en dos tercios casi inmediatamente (hoy el arancel promedio es de sólo el 1,4 %). La mayoría de las importaciones entran en el país completamente gratis –o casi– de cualquier cuota, derecho u otra restricción.
Los impuestos se redujeron drásticamente. El tipo máximo se redujo al 33 %, la mitad de lo que era cuando el engrandecido gobierno estaba al mando. Por fin se abrieron los libros para que la gente pudiera ver en qué gastaban su dinero las élites del gobierno en Wellington.
Desde mediados de los 80 hasta los 90, el Gobierno neozelandés vendió docenas de empresas estatales que perdían dinero. En 1984, la plantilla del Gobierno era de 88000 personas. En 1996, tras el recorte más radical que se recuerde, la plantilla del sector público era de menos de 36000 personas, lo que supone una reducción de 59 %.
El establecimiento de una nueva empresa en Nueva Zelanda se podía hacer rápido y fácil, en gran parte porque las regulaciones que no fueron abolidas se aplicaron finalmente de manera uniforme y consistente. Al mismo tiempo, se suprimió la afiliación sindical obligatoria, así como los monopolios sindicales sobre diversos mercados laborales.
Los cambios drásticos dieron buenos dividendos. El presupuesto nacional se equilibró, la inflación se desplomó hasta llegar a tasas insignificantes y el crecimiento económico avanzó entre el 4 % y el 6 % anual durante años.
El Gobierno nacional de Nueva Zelanda oscila entre los principales partidos políticos, pero las reformas de hace casi cuatro décadas se han mantenido prácticamente intactas. Según algunos índices importantes, el país se encuentra en una posición notable y envidiable.
Tanto el Índice de Libertad Económica del Mundo del Instituto Fraser como el Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage sitúan al país como la tercera economía más libre del mundo, con un «crecimiento constante del PIB» como resultado.
El Índice de la Fundación Heritage revela en su análisis de Nueva Zelanda que «las subvenciones son las más bajas entre los países de la OCDE, y esto ha estimulado el desarrollo de un sector agrícola vibrante y diversificado». También señala que «hay muy pocas limitaciones a la actividad inversora, y se ha fomentado activamente la inversión extranjera». El tipo máximo del impuesto sobre la renta de las personas físicas, de 33 %, está justo donde estaba cuando se redujo a la mitad hace casi 40 años.
El Instituto Fraser también clasifica a los países en términos de libertad humana en general y, por separado, en términos de libertad personal; Nueva Zelanda ocupa el puesto número 1 y 4, respectivamente.
El recuento global de derechos políticos y libertades civiles de Freedom House otorga a Nueva Zelanda una puntuación de 97 sobre 100, lo que sitúa al país en la categoría más alta en cuanto a libertad.
Reporteros sin Fronteras califica a los países según el grado de libertad de prensa que permiten. En su última clasificación, RTB sitúa a Nueva Zelanda en el puesto 9 del mundo. Sólo ocho países tienen mayor libertad de prensa.
El Banco Mundial elabora anualmente un índice Doing Business que mide la carga de las regulaciones gubernamentales sobre los empresarios. Nueva Zelanda se sitúa en la primera posición del mundo tanto en lo que se refiere a «abrir un negocio» como a la «facilidad para hacer negocios». Abrir un negocio en un país promedio del mundo lleva entre tres y cuatro veces más tiempo que en Nueva Zelanda.
Transparencia Internacional clasifica el mundo en función del grado de corrupción del sector público de cada país que perciben los expertos y los empresarios. Una vez más, Nueva Zelanda ocupa el primer puesto.
En el New Zealand Herald, Alexander Gillespie, de la Universidad de Waikato, señala otras medidas de la situación de Nueva Zelanda, algunas de las cuales son excepcionales, mientras que otras son más modestas:
Según The Economist, nuestro Internet (en términos de asequibilidad y acceso) también es el segundo mejor, por detrás de Suecia. Por el contrario, el último Informe de Competitividad Global nos hace caer un puesto, hasta el 19º. Del mismo modo, el Índice Global de Innovación, registra que Nueva Zelanda ha caído de los 25 primeros puestos, hasta alcanzar la 26ª posición…
En cuanto a la paz, en términos de seguridad y protección de la sociedad, el alcance de los conflictos nacionales e internacionales en curso y el grado de militarización, Vision of Humanity afirma que ocupamos el segundo lugar, detrás de Islandia…
El Índice de Democracia, que tiene en cuenta aspectos como la celebración de elecciones libres y justas y la influencia de las potencias extranjeras, nos sitúa en el 4º lugar del mundo. Noruega, Islandia y Suecia lo hacen mejor…
Nuestra felicidad se mantiene estable, como el 8º lugar más alegre del planeta, según el Informe Mundial sobre la Felicidad.
La educación en casa es legal en Nueva Zelanda, con unos requisitos mínimos de registro. Los padres pueden utilizar el plan de estudios nacional o elegir una alternativa. Su popularidad va en aumento.
Con toda esta libertad, por una u otra medida, un socialista podría esperar que Nueva Zelanda se encontrara entre los países más pobres del mundo, quizás incluso un pozo negro de explotación. Pero, por supuesto, no lo es, como predeciría cualquiera que entienda de economía y naturaleza humana. El Fondo Monetario Internacional informa que el PIB per cápita del país de los kiwis es el 22º más alto del mundo, mientras que el Instituto Legatum sitúa a Nueva Zelanda entre los 10 primeros en prosperidad mundial.
Si la brecha entre ricos y pobres le preocupa, le alegrará saber que Nueva Zelanda también obtiene una puntuación relativamente buena en ese indicador. El coeficiente de Gini, por crudo que sea, es la representación más citada de la desigualdad de la riqueza de un país. Oscila entre 0 (todo el mundo tiene los mismos ingresos) y 1 (un residente lo gana todo, nadie más gana nada). World Population Review afirma que el Gini de Nueva Zelanda es de 0.672, mejor que la media mundial de 0.74. El mismo índice revela que el país con el mejor Gini del mundo es Estados Unidos, con un 0.480.
El cálculo del Banco Mundial del Coeficiente de Gini difiere notablemente de los anteriores, y de forma decisiva a favor de Nueva Zelanda. El Banco Mundial dice que el Gini de Nueva Zelanda antes de impuestos y transferencias es de 0.455, casi idéntico al 0.486 de EE. UU. (Pulse aquí para ver una crítica del Coeficiente de Gini).
La primera ministra del Partido Laborista de Nueva Zelanda es Jacinda Ardern, a quien se suele considerar en el extranjero como la más «izquierdista» que ha gobernado en ese país. Aunque es más partidaria del gasto público que los partidos de la oposición ACT o National, el año pasado se ganó la enemistad de muchos progresistas por descartar nuevos impuestos sobre el patrimonio o las ganancias de capital. Pero tras el tiroteo en la mezquita de Christchurch en marzo del 2019, fue vitoreada por muchos en la izquierda por adelantar medidas en contra la libertad de expresión y en contra de las armas.
Un empresario y amigo mío, Emile Phaneuf, se mudó de Arkansas a Nueva Zelanda hace unos años. Se sintió atraído por su libertad económica y personal. Me cuenta que el país ha cumplido con la mayor parte de sus altas expectativas, pero añade una advertencia: la normativa sobre la vivienda es un «lío».
En 2018, el Gobierno de Ardern prohibió a los extranjeros comprar la mayoría de las propiedades residenciales. Los propietarios se enfrentan a un sinfín de normas que restringen el aumento de los alquileres y les obligan a proporcionar servicios como la banda ancha, por ejemplo. Con el tiempo, el mercado de la vivienda puede necesitar desesperadamente las mismas fuerzas liberadoras que arreglaron el resto de una economía antes excesivamente regulada.
Mientras tanto, aquí en América, Venezuela se encuentra en el extremo opuesto del espectro: última o casi última en todas las medidas de libertad. ¿Cuál es el resultado? Toda la palabrería de los políticos de allí sobre «ayudaremos a la gente» no ha servido más que para la desesperación, la miseria, el hambre, el empobrecimiento y la tiranía. El tráfico de personas en un solo sentido lo dice todo. Es una historia de fracaso y tragedia humana que el socialismo produce repetidamente.
La experiencia de Nueva Zelanda es uno de los numerosos ejemplos en los que el socialismo causó la ruina que luego arregló el capitalismo. (La Alemania de Ludwig Erhard tras la Segunda Guerra Mundial es un ejemplo especialmente espectacular). No conozco ningún caso en la historia en el que el capitalismo haya producido un desastre que el socialismo haya reparado después. Ninguno. Lo único que hace el socialismo por los pobres, al parecer, es darles mucha compañía. Lo que hizo Nueva Zelanda deben imitarlo los desastres de la planificación centralizada como Venezuela, Cuba y California, para poder recuperarse.
¿Cuál es la gran lección? Montesquieu, el pensador francés de la Ilustración, lo resumió en 1748: «Los países se cultivan bien, no según sean fértiles, sino según sean libres».